20 noviembre 2006

Galicia ya fue reconocida como nación en 1933

En el Congreso de Nacionalidades Europeas, celebrado en octubre de 1933, Galicia fue reconocida como nación.
¿Razones?: Todas, desde las geográficas y culturales hasta las históricas y etnográficas. Otra cosa es que en España aún hoy, ya en el siglo XXI, siga habiendo quienes por ignorancia, por interés o por ser nacionalistas españoles confundan o hagan ver que confunden nación con Estado.
Los participantes en el congreso de 1933 lo hicieron de forma apartidaria; es decir, no se trataba de un foro convocado por y para nacionalistas, sino de una iniciativa de corte eminentemente histórico y cultural; lógicamente, había componentes políticos (siempre los hay), pero no partidistas. La convocatoria no se celebró para reclamar independencias.
En resumen, el cónclave de 1933 fue un ejemplo de rigor y una apuesta por la convivencia.
Todavía hoy son muchos los dirigentes políticos de los Estados europeos --no sólo del español-- que se niegan a asumir que los Estados-nación asentados durante los siglos XVIII y XIX constituyeron un fenómeno histórico al que en rigor no siempre corresponde aplicar el término nación, además de que en ocasiones fueron creaciones políticas tan artificiosas que posteriormente se derrumbaron, fueron derrumbadas.
Sería natural, pues, reconocer de una vez por todas que numerosos Estados europeos son plurinacionales, como es el caso de España.
Los interesados en el asunto pueden acceder a los textos que ofrece el Consello da Avogacía Galega; web, por cierto, que pese a su denominación no es un ente nacionalista, sino profesional, detalle este que conviene subrayar para aquellos que ven enanos infiltrados por todas partes.

[Ligazón á declaración da delegación galega no Congreso das Nacionalidades Europeas, na cidade de Berna, 30 de setembro de 1933, vía Fundación Plácído Castro:
https://www.fundacionplacidocastro.com/obra/obra-periodistica/el-pueblo-gallego/19330930-o-ix-congreso-de-nacionalidades-europeas-o-ingresode-Galicia]

Galicia, un país de Europa
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Foto tomada en la sede de la Sociedad de Naciones,
en Berna, 
donde se celebró el Congreso de
Nacionalidades Europeas
, en 
1933. En la fila
superior, el tercero por la izquierda es 
Plácido
Castro, delegado de Galicia, que posó junto a
los delegados británicos debido a su estrecha
relación personal con intelectuales de
las tres naciones del Reino Unido
[A propósito de Galicia y de su condición de nación europea, transcribo la conferencia que pronuncié en 2003, invitado por el Instituto Galego de Análise e Documentación Internacional (Igadi), que cada año convoca un acto en memoria de Plácido Castro y de su contribución a la "construcción" de Galicia y de Europa]

[versión en galego: 
https://www.fundacionplacidocastro.com/conferencia-anual/4a-conferencia-anual-galicia-un-pais-de-europa]
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Primero de todo, quiero dejar constancia de que es una satisfacción intelectual y un honor personal el hecho de haber sido invitado a esta cuarta conferencia anual Plácido Castro.
Es una satisfacción intelectual porque, en mi opinión, lo más descollante de Plácido Castro es que dio ejemplo de coherencia en un país cuyos pensadores han sido durante decenios sistemáticamente amordazados, desterrados, encarcelados, asesinados y algunos, lamentablemente, también han sido "comprados".
Estar hoy aquí también es un honor personal porque la entidad organizadora de esta convocatoria y de otras iniciativas de similar tenor, el Igadi, trabaja contra corriente en un país en el que las circunstancias y un sector de su clase dirigente han logrado imponer en demasiadas ocasiones el ensimismamiento y la enajenación.
Pensar en Galicia y hablar de Galicia como país de Europa, tal como acertadamente me sugirió el director de Igadi, es consecuencia de una premisa que pese a ser evidente para la mayoría, todavía es cuestionada por quienes por ignorancia o por interés están empeñados en negar que la historia es, en esencia, biología.
Galicia no sólo es un país o una nación por su folclore y por razones culturales, sino que en lo básico es una nación por motivos históricos y económicos, por su estructura social, así como por su configuración y por sus condicionantes geográficos y, a mayores, Galicia también es un país singular en lo político y en la producción de bienes y de ideas.
Si nos atenemos a las evidencias; es decir, a las pruebas científicas --aunque en Historia a veces es relativo hablar de pruebas-- y sobre todo si somos honestos, no hace falta ser nacionalista para concluir que Galicia es una nación, y que para garantizar su pervivencia necesita instrumentos que permitan poner coto al progresivo desmantelamiento de su acervo cultural, de su estructura social y de sus activos económicos.
Hoy, a pesar de lo que digan los partidarios de convertir las instituciones en entes poco menos que sagrados e inalterables, resulta que los gallegos somos propietarios de una habitación en el edificio a medio construir que es la Unión Europea y esa presencia, aunque de momento se trate de un simple inquilinato, nos da derecho a intervenir y a decidir cuántas ventanas queremos en la casa común o de qué color deseamos pintar las paredes.
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Europeísmo gallego

Urge que los gallegos, todos, participemos en la elaboración de una estrategia europeísta propia, que tenga en cuenta nuestros condicionantes y nuestras potencialidades y que, a la postre, sea útil para el país, incluidas su economía y sus gentes.
La corta historia de nuestra pertenencia a la Unión aconseja que previamente nos preguntemos qué modelo de Unión Europea nos interesa. Y es evidente, desde una óptica gallega y pensando en la mayoría de gallegos, que estamos obligados a combatir con firmeza y sin aspavientos inútiles a quienes pretenden construir una casa común uniformadora cuyos cimientos y estructuras sólo sirven para regular la producción y los mercados.
La elaboración de esa estrategia gallega es urgente porque la Unión Europea vive horas de extraordinaria trascendencia.
No hay razones objetivas para respaldar a los euroescépticos, ni siquiera involuntariamente. Si la Unión Europea no existiera habría que inventarla.
Tampoco hay razones objetivas para concluir que la ya madura Comunidad Económica corra el peligro de desmoronarse; pero sí existen iniciativas premeditadas y, por tanto, sí existe el peligro real de que los señores feudales de la economía --que hoy por hoy están exageradamente representados en los parlamentos y en los gobiernos de los países socios-- conviertan el europeísmo en un prontuario de contabilidad.
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Ofensiva mercantilista

El triunfo de esa ofensiva mercantilista, que ciertamente está en marcha desde los últimos años 80 del siglo XX, supondría la muerte del europeísmo utópico y del europeísmo llano, el que sólo persigue la convivencia. Estos dos europeísmos, que son los mayoritariamente anhelados, son el europeísmo del útopico Robert Schuman y el europeísmo de los pragmáticos Salvador de Madariaga, Konrad Adenauer, Palmiro Togliatti o François Mitterand; y es también el europeísmo de Plácido Castro, quien al igual que miles de gallegos y españoles y en años especialmente negros ya abogó por una Galicia y por una España universalistas; lo cual, en puridad, es una forma de europeísmo básico.
No es casual que sean de sesgo económico el 90 % de los requisitos que deben cumplir los diez países recientemente invitados a incorporarse a la Unión Europea. Ni tampoco es casual que aspectos políticos y sociales de relevancia tan extraordinaria como la división de la isla de Chipre --cuya mitad norte está administrada por un gobierno proturco impuesto por la fuerza de las armas-- sean obviados por el Consejo Europeo, en cuyo seno se ha impuesto la consigna de que ninguna circunstancia social ni política frustre la creación de un vasto mercado único.
Los teóricos del europeísmo que consideran inevitable el creciente mercantilismo subrayan que la economía es el instrumento ideal, acaso el único, para avanzar en la construcción europea y, así --según ellos--, a través del diálogo económico y comercial podrá imponerse el diálogo político y por extensión, aunque a largo plazo; a la postre, la Unión Europea se convertirá, si el proceso avanza, en un espacio de convivencia en el que absolutamente todos los conflictos se resolverán por la vía del debate y de los acuerdos consensuados.
Pero esa tesis, que quizá he resumido en demasía, adolece de mil y un vacíos y, lo que es más grave, carece de plazos y de instrumentos. Todo se deja en manos de la voluntad.
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Dibujo, Castelao
Arraigo social

Off the record, los partidarios de fundamentar la Europa del mañana en la economía reconocen que los movimientos migratorios, la debilidad demográfica de Europa, la mundialización del comercio, la inestabilidad de Rusia, el empuje de los países de Extremo Oriente, las hambrunas africanas, las inevitables y cíclicas crisis en los mercados internacionales de la energía o la arrogante actitud de Estados Unidos, entre otros factores, obligan a construir una Europa políticamente fuerte; es decir, arraigada socialmente. Quizá por ese y por otros motivos, ni siquiera los altos cargos de la Comisión Europea niegan que la mayoría de los gobiernos de los países socios, sabedores de las carencias que acusa la Unión pero incapaces de reconocer que el estatalismo es una táctica errónea, centran sus esfuerzos en maquillar la realidad. Porque la realidad, que es tozuda, está demostrando cada día que en una Europa exclusivamente mercantilista no hay futuro para el agro ni para la pesca, ni tampoco para los servicios básicos ni para la generalidad de las actividades del sector primario.
Un dato ilustra la situación: en proporción y dando por buenos los parámetros del libre mercado, un ordenador personal renta más plusvalías que una tonelada de leche. Ese dramático e inhumano desequilibrio entre lo necesario y lo rentable obliga a la reflexión.
Esos criterios de gobernación basados en la economía por la economía revelan actitudes políticas y también filosóficas y, en lo inmediato, constatan que países europeos como Galicia, donde la plusvalías no se pueden multiplicar exponencialmente, están condenados al subsidio.
En ese escenario, en el que hoy dominan las premisas macroeconómicas, pensar en Galicia como país de Europa nos obliga a optar. Pero hay que optar sin dejarse llevar por las visceralidades ni por los resentimientos, sin quijotismos y al mismo tiempo sin renuncias.
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¿Qué Europa queremos?

Es difícil, ¡muy difícil!, decidir qué Europa queremos y qué Europa nos interesa y, al mismo tiempo, ser pragmáticos. A pesar de que la política institucional impone el maniqueísmo, malacostumbrándonos a creer que las cosas son blancas o negras, en la actual Unión Europea hay resquicios, algunos de notable tamaño, que permiten influir en el debate y en la toma de decisiones.
Y digo que hay resquicios porque es radicalmente falso que la Constitución Española de 1978 y el Tratado de la Unión impidan la participación directa de representantes de las comunidades autónomas en los Consejos de Ministros de la Unión.
Es vergonzoso que altos cargos políticos e incluso asesores jurídicos --presuntamente independientes-- del Gobierno español afirmen que el Tratado de la Unión obliga a centralizar en Madrid la administración de los fondos de cohesión; porque también es falso que el Tratado de la Unión otorgue el monopolio de las decisiones a los gobiernos centrales a la hora de elegir proyectos o a la hora de repartir territorialmente las aportaciones comunitarias.
Es falso también que el Tratado de la Unión o las directivas y reglamentos complementarios nieguen el pan y la sal a las comunidades autónomas. En definitiva, es falso que la actual Unión Europea sea antirregionalista o antinacionalista.
Prueba de que abundan las falacias es que países socios de probada trayectoria centralista, como son Gran Bretaña o la República Francesa, incluyan en sus delegaciones estatales ante el Consejo de Ministros de la Unión a representantes de instituciones regionales.
Es más: en Francia --la jacobina, centralista y ultraparisina Francia--, en la que además hoy gobierna una coalición de centro-derecha con la que se identifica ideológicamente la actual mayoría gubernamental española, acaban de poner en marcha una reforma legislativa cuya finalidad es crear circunscripciones regionales para las elecciones al Parlamento Europeo.
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Débil sentido de colectividad 

La negativa del Gobierno español a afrontar ese y otros retos de similar factura es legítima, sin duda, pues la mayoría parlamentaria puede optar por uno u otro modelo; pero también es legítimo pensar, analizar y denunciar falacias y medias verdades y, ahí, a la hora de pensar y diseñar alternativas colectivas, Galicia acusa un grave déficit, doblemente grave porque nuestro sentido de colectividad es todavía débil.
Pensamos en el uno a uno, también pensamos como miembros de un clan, de una familia o de un grupo; pero los gallegos todavía pensamos poco desde el punto de vista colectivo. Pese a los reveses sufridos, todavía nos resistimos a reconocer que los marineros de A Mariña pueden y deben ser los mejores aliados de los marineros de las Rías Baixas, o que los vaqueros de A Terra Cha pueden y deben ser los mejores aliados de los vaqueros del Ortegal. Esa absurda parcelación de intereses, unida a la labor de zapa de barones económicos y políticos de ámbito local o comarcal, también cercenan nuestras posibilidades de ser país y de ser país en Europa.
Galicia puede y debe estar presente y participar activamente en las tomas de decisión de los Consejos de Ministros de la Unión y del Comité de las Regiones. Galicia debe y puede hacerse oír en el Parlamento de Estrasburgo. Galicia debe y puede disponer de una legación institucional --¡sin injerencias privadas y con representación de todos los partidos presentes en la Cámara gallega!-- en la capital administrativa de la Unión.
Y aquí, en casa, los gallegos deberíamos hacer un esfuerzo para consensuar de una vez por todas una política europeísta propia; evitando en todo caso que nuestras iniciativas generen innecesarios pleitos con otros territorios de la Península, incluidos nuestros vecinos portugueses.
En esa tarea, la de ejercer de país de Europa, hay que implicar al mayor número posible de dirigentes políticos, de agentes económicos y de colectivos sociales.
Sé --y lo sé de forma directa-- que incluso en las organizaciones políticas, sociales y culturales gallegas más identificadas con la idea de la España uniforme existen mujeres y hombres, gallegas y gallegos, que asumirían sin reticencias el reto de que este país periférico sea un país de Europa.
Sumar voluntades es fundamental.
De la suma de voluntades depende el empuje colectivo del país y --¿para qué engañarnos?-- el principal obstáculo para que Galicia ejerza de país está aquí: en casa.
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El eje económico del mundo está cambiando
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Ampliación y futuro

No faltarán quienes opinen que mis palabras son en mayor o menor medida un alegato. ¡Aciertan! No puede ser de otra forma. El escenario europeo está a punto de cambiar. Es cuestión de uno, dos o a lo sumo tres años. En el 2001 se puso en marcha la oficialmente denominada Convención Europea, que no es más que una asamblea de notables representativos de los quince países socios y de las instituciones de la Unión cuya función es redactar una "carta magna" comunitaria que impondrá nuevas reglas de juego.
El tiempo se agota. Esta vez no es un órdago. La ampliación ha acelerado el reloj.
Una entidad supraestatal como la futura Unión Europea, de la que formarán parte (como mínimo) 25 territorios soberanos cuyas diferencias y desequilibrios socio-económicos van más allá de lo razonablemente aconsejable, dará lugar a una organización radical y "naturalmente" conflictiva.
La existencia de un mercado único y de unas reglas de competencia uniformes serán insuficientes. La Unión Europea actual está obligada a dotarse de instrumentos más eficientes, o de lo contrario se expone a la paulatina deslegitimación de su autoridad, lo que alimentará la desobediencia económica (empresarial) y el desapego social. En una Europa desequilibrada los agentes económicos y los productores europeos, sean asalariados o empresarios y sea cual sea su estatus social, serán los primeros en denostar un sistema en el que prime la ley de los más fuerte e influyentes.
Es falso que la ampliación no afecte a la política de cohesión de la Unión Europea. Y también es falso que la paulatina entrada de productos agropecuarios e industriales de Polonia, Eslovenia o Hungría no tenga efectos negativos para nuestros productos, o los de Andalucía y Aragón, Sicilia y Occitania.
¿Qué haremos cuando el aluminio del complejo industrial existente en Eslovenia, cuya capacidad y calidad de producción es comparable a la de las factorías existentes en Europa occidental, compita de tú a tú pero con bajos costes sociales con el complejo que Alcoa posee en A Mariña Luguesa?; ¿qué haremos cuando Polonia ponga en el mercado común su producción de patatas, que es un 300 % más elevada que la española?; ¿qué haremos para evitar que las dos factorías que Citröen construye en futuros países socios, donde los costes sociales son un 35 % más bajos que en Galicia, intenten llevarse la producción de parte de los vehículos que ahora se fabrican o se ensamblan en Vigo?
Estas y decenas de cuestiones de índole económica y social avalan la necesidad de que Galicia ejerza de país de Europa.
Hay procesos económicos irreversibles, pero sus efectos serán más o menos perniciosos y más o menos ventajosos en la medida en que Galicia y los demás países europeos infradesarrollados defiendan la conveniencia de requilibrar la realidad socio-económica de los Quince. Y hoy y con ese fin, hay que utilizar todos los resquicios institucionales que brinda la actual Unión Europea para influir en el diseño de la futura comunidad continental.
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Viñeta, J·R·Mora
Subsidios
empobrecedores

La cultura del subsidio, que tan gravemente ha dañado nuestra economía y que ha maleado la idiosincracia de nuestro país, está condenada a muerte.
Y el subsidio como factor estabilizador también está condenado a muerte, al igual que la estéril pretensión de que España es una realidad uniforme.
Por ende, la lenta pero imparable mejora de la instrucción de las gentes y el acceso cada vez más generalizado a la información, contribuyen a que cada vez sean más los ciudadanos que exigen que las decisiones políticas se decidan en los escenarios naturales, y que las soluciones propuestas sean útiles para solucionar problemas concretos en escenarios concretos. Y España, al igual que ocurre en los territorios de los Estados francés, italiano o alemán, es un mosaico.
Quienes se empeñan en tomar decisiones negando la existencia de distintas Españas contribuyen a desequilibrar social y económicamente el futuro peninsular y el de la propia Unión Europea.
En el siglo XVII las ordenanzas municipales de Sevilla eran redactadas y aprobadas en la Corte; pero antes de que acabe la tercera década de este siglo ninguna ciudad de Europa permitirá que el gobierno del Estado decida cómo se gestionan su puerto o su aeropuerto, ni sus centros de enseñanza ni sus redes de transportes metropolitanos.
La España de las autonomías es fruto de un período histórico determinado, acaso condicionado. Hoy, una vez afianzado el régimen democrático, es radicalmente absurdo e incluso desestabilizador negar el carácter esencialmente cambiante de la realidad y, por tanto, el carácter cambiante de las relaciones intra y supraestatales.
Las administraciones son instrumentos y, por tanto, están sujetas a mudanzas y si es necesario, son obligadas las reformas. Por el contrario, los países, tengan o no tengan Estado o administración propia, son la consecuencia natural de procesos históricos cuya proyección en el tiempo y cuya influencia en las vidas de las personas exigen más rigor, menos improvisaciones y menos autoritarismo.
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Perder el miedo a ser dueños del futuro 

Galicia es un país y urge planificar su porvenir, incluida su presencia en Europa. El primer reto, en mi opinión, es perder el miedo a ser dueños de nuestro futuro y tener conciencia de colectividad. Y el segundo reto consistiría en arrumbar las medias verdades que todavía hoy provocan que muchos gallegos crean que su país es un apéndice pobre y sin instrumentos legales para hacerse oír en Bruselas.
Lo grave, mirando el horizonte sin miedo, no es que pongan límites a la capacidad extractiva de la flota pesquera gallega. Lo grave es que seamos incapaces de defender una posición, ¡una!, que sea favorable para el conjunto de la economía social de los municipios marineros, prescindiendo de opiniones partidistas y de estériles localismos.
Ahí, en la ausencia de una clase dirigente gallega y galega, radica la debilidad de este país, que es una nación europea que, para colmo, fue meta y también refugio para miles de personas que convirtieron la Ruta Jacobea en vía de esperanza y también en vía de escape.
La renta de los gallegos es un 30 % inferior a la media comunitaria. Este dato, reiteradamente utilizado, es de importancia relativa. Lo realmente preocupante es que nosotros, los gallegos, seguimos pensando con los porcentajes clavados en las meninges.
A mí, nacido en Galicia pero criado y educado como castellanoparlante [aunque también utilizo el catalán y el gallego] por causa de la emigración forzada a la que fueron abocados miles de gallegos y gallegas, no me importa que Galicia tenga una renta media inferior a la de la región de Bruselas, lo que me come la moral es constatar cada día que la clase dirigente gallega no se pone de acuerdo ni para ir de aquí a la esquina. Y más grave todavía, me aterra comprobar que un sector de esa clase dirigente sigue pensando que el futuro de Galicia debe ser decidido allende Pedrafita.
No nos engañemos. La esencia de ser un país de Europa o de Asia o de África es, ante todo, ser país. Es decir, ser una colectividad que no tiene miedo a ejercer como tal.

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