25 septiembre 2011

El poderío de Italia tenía mucha fachada y escaso fondo

La de Italia fue, junto a las de Alemania y Rusia, una de las tres economías que peor paradas salieron de la Segunda Guerra Mundial, aunque también fue una de las más beneficiadas —solo por detrás de Alemania y Gran Bretaña— por el Plan Marshall que puso en marcha Estados Unidos en pro de la recuperación de Europa.
La industrialización registrada en Italia durante las décadas de 1950 y 1960 fue espectacular, tanto —aunque en términos económicos no son comparables linealmente— como el retroceso del sector agroganadero a partir de los años setenta y que, con menor intensidad, todavía hoy persiste.
El agro ya solo ocupa al 4 % de la población activa y representa el 2,4 % del producto interior bruto (PIB). Así las cosas, a fecha de hoy el aprovisionamiento de alimentos es una de las rémoras que más inquietan a la clase dirigente, aunque más por las dependencias que genera esa debilidad que por su monto económico.
Paradójica y significativamente, las exportaciones italianas de aceite de oliva, vinos de mesa y determinadas gollerías agroalimentarias son cuantiosas, debido en gran medida a que, por ejemplo, compran aceite andaluz y vino francés, los envasan y comercializan desde su país con marcas transalpinas (el año pasado las exportaciones alcanzaron los 380.000 millones de euros).
Más claro: la fama de ser los nuevos fenicios del Mediterráneo se la llevan los catalanes, pero la lana es de los italianos.
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Reproducción facsímile de la página
editada en Mercados (La voz de Galicia)
Eficiencia comerciales y buena logística
El probado ingenio comercial y la eficiente logística de numerosas empresas italianas constituyen uno de los pilares fundamentales de su economía cotidiana. A decir de la mayoría de estudiosos de la realidad económica de  la Unión Europea (UE), la italiana es con ventaja la más contradictoria y, en algunos aspectos, la menos comprensible —no solo por la escasez y dudosa fiabilidad de los datos que difunde Roma, sino también porque es el socio occidental de la UE con más alto grado de economía sumergida (la española está cifrada en un 22/23 % y la transalpina en el 27 %, según los analistas más rigurosos).
Hay informes —incluidas los de las consultoras de mayor prestigio— que estiman que en la conurbación napolitana y en comarcas de Reggio Calabria y Sicilia más del 40% de las ventas al menor y de las prestaciones de servicios no son declaradas a la Hacienda pública.
El deterioro económico del Mezzogiorno ya era perceptible antes del estallido de la burbuja financiera, a finales del 2007, pero ahora es evidente. Quien viaje a Sicilia —quizá la región más castigada— comprobará que el abandono de las infraestructuras ya es un mal generalizado, hay vertederos de basura por toda la isla porque la recogida de desperdicios es un lujo inalcanzable para la mayoría de ayuntamientos, y la tasa real de desempleo supera con creces el 30%, aunque las cifras oficiales la hacen bailar desde hace años en la horquilla 17/25 %, según convenga electoralmente.
Frente a ese sur deprimido y en decadencia —donde también es creciente el desgobierno—, el norte (el área geográfica que capitanean Milán y Turín) sigue siendo un portento industrial, pues allí tienen sede industrias tan relevantes como Abarth, Alfa Romeo, Autobianchi, De Tomaso, Enel, Eni, grupo Fiat, Iso Rivolta, Lamborghini, Nazzaro, Officine Meccaniche, Piaggio y un largo etcétera; circunstancia que es la que mantiene la economía de Italia en el octavo o noveno puesto mundial —según las fuentes.
En el Lazio, la Toscana, el Véneto y la costa genovesa los servicios dan empleo —en gran parte debido al turismo— a 3 de cada 4 trabajadores. De hecho, en el conjunto de Italia el sector terciario aporta el 71 % del PIB y ocupa al 65 % de la población activa (datos de diciembre de 2009, que apenas han sufrido variaciones según los todavía provisionales de 2010).
El constante y espectacular crecimiento económico del período 1950-1970, unido a las prácticas habidas durante los años noventa, propiciaron que Italia poseyera uno de los sectores financieros más poderosos de Europa —incluidas aseguradoras—, pero al igual que en EE UU, Grecia o Irlanda, parte de ese imperio era un castillo de naipes que se ha desmoronado a lo largo de los últimos tres años.
Otra de las rémoras que lastra la economía italiana es el elevado número de funcionarios y empleados del sector público —el 31 % de la población activa ocupada lo está a costa del erario público.
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La zozobra está justificada
La deuda pública española (64 % del PIB) es la mitad que la italiana y desde hace tres semanas la prima de riesgo de las emisiones de Roma superan con creces a las de Madrid. Estos dos datos —el primero apenas era conocido popularmente hasta que estalló la llamada crisis de la deuda— han obligado a todos los analistas a corregir la opinión que les merecía la economía de Italia, donde sucesivos gobiernos han cultivado con probado éxito desde hace ya un decenio la imagen de que el país transalpino ha mantenido las virtudes que en su día le auparon  hasta el quinto puesto de la economía mundial.
En los años noventa la deuda pública italiana ya superaba ampliamente la de España, pero con la diferencia de que a ningún alto dirigente político transalpino se le ocurre difundir urbi et orbe los males nacionales. Al contrario, los esconden. En paralelo, mientras que en España los gastos derivados de la descentralización territorial han sido convertidos en una de las lacras económicas más graves del Estado, en Italia ese mal es mayor y, sin embargo, en la Cámara legislativa solo se han planteado tímidas reformas de calado menor; lo cual, ahora, contribuye a encarecer la prima de riesgo por la emisión de deuda soberana, hasta el punto de que a fecha de hoy la Hacienda pública transalpina es la menos creíble de la UE —exceptuada sólo Grecia, pues Irlanda y Portugal están cumpliendo las condiciones de sus rescates y todos los países socios del Este europeo arrastran deudas públicas inferiores al 50 %.
Así las cosas, la economía italiana es la que concita mayor inquietud en Bruselas y Fráncfort.

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